Historia de la radio: La hora de Chaves Nogales

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Extractos del prólogo de "A sangre y fuego":

"Yo era eso que los sociólogos llaman un "pequeñoburgués liberal", ciudadano de una república democrática y parlamentaria. Trabajador intelectual al servicio de la industria regida por una burguesía capitalista, ganaba mi pan y mi libertad con una relativa holgura confeccionado periódicos y escribiendo artículos, reportajes y biografías. Cuando iba a Moscú y al regreso contaba que los obreros rusos viven mal y soportan una dictadura que se hacen la ilusión de ejercer, mi patrón me felicitaba y me daba cariñosas palmaditas en la espalda. Cuando al regreso de Roma aseguraba que el fascismo no ha aumentado en un gramo la ración de pan del italiano, ni ha sabido acrecentar el acervo de sus valores morales, mi patrón no se mostraba tan satisfecho de mí ni creía que yo fuese realmente un buen periodista.

Prescindiendo de toda prosopopeya, mi única y humilde verdad, era un odio insuperable a la estupidez y la crueldad; una aversión natural al único pecado que para mí existe, el pecado contra la inteligencia. Pero la estupidez y la crueldad se enseñoreaban de España.

¿Por dónde empezó el contagio? Es vano el intento de señalar los focos de contagio de la vieja fiebre cainita en este o aquel sector social, en esta o aquella zona de la vida española. Ni blancos ni rojos tienen nada que reprocharse. Idiotas y asesinos se han producido y actuado con idéntica profusión e intensidad en los dos bandos que partieron España.

De mi pequeña experiencia personal, puedo decir que un hombre como yo, por insignificante que fuese, había contraído méritos bastantes para haber sido fusilado por los unos y por los otros. Me consta por confidencias fidedignas que, aún antes de que comenzase la guerra civil, un grupo fascista había tomado el acuerdo, perfectamente reglamentario, de proceder a mi asesinato como una de las medidas preventivas que había que adoptar contra el posible triunfo de la revolución social, sin perjuicio de que los revolucionarios, anarquistas y comunistas, considerasen por su parte que yo era perfectamente fusilable.

Yo, que no había sido en mi vida revolucionario, ni tengo ninguna simpatía por la dictadura del proletariado, me encontré en pleno régimen soviético. Me puse entonces al servicio de los obreros como antes lo había estado a las órdenes del capitalista, es decir, siendo leal con ellos y conmigo mismo. Hice constar mi falta de convicción revolucionaria y mi protesta contra todas las dictaduras, incluso la del proletariado y me comprometí únicamente a defender la causa del pueblo contra el fascismo y los militares sublevados. Me convertí en el "camarada director" de un periódico que llegó a alcanzar la máxima tirada de la prensa republicana.

Me fui cuando tuve la íntima convicción de que todo estaba perdido y ya no había nada que salvar, cuando el terror no me dejaba vivir y la sangre me ahogaba.

Los "espíritus fuertes" dirán seguramente que esta repugnancia por la humana carnicería es un sentimentalismo anacrónico. Yo he querido permitirme el lujo de no tener ninguna solidaridad con los asesinos. Para un español quizá sea éste un lujo excesivo. Se paga caro, desde luego. El precio, hoy por hoy, es la Patria.

Cuando el gobierno de la República abandonó su puesto y se marchó a Valencia, abandoné yo el mío. Ni una hora antes, ni una hora después. El resultado final de esta lucha no me preocupa demasiado. No me interesa gran cosa saber que el futuro dictador de España va a salir de un lado u otro de las trincheras. Es igual. El hombre fuerte, el caudillo, el triunfador que al final ha de asentar las posaderas en el charco de sangre de mi país, puede salir indistintamente de uno u otro lado. ¿De derechas? ¿De izquierdas? ¿Rojo? ¿Blanco? Es indiferente. Capitán del ejército o comisario político, fascista o comunista, ha de ser igualmente cruel e inhumano.

Me expatrié cuando me convencí de que nada que no fuese ayudar a la guerra misma podía hacerse ya en España.
Caí, naturalmente, en un arrabal de París, que es donde caen todos los residuos de la humanidad que la monstruosa edificación de los Estados totalitarios va dejando. Aquí, en este hotelito humilde de un arrabal parisiense, viven mal y esperan a morirse los más diversos especímenes de la vieja Europa: popes rusos, judíos alemanes, revolucionarios italianos... Me esfuerzo en mantener una ciudadanía española puramente espiritual, de la que ni blancos ni rojos puedan desposeerme.

Para librarme de esta congoja de la expatriación y ganar mi vida, me he puesto otra vez a escribir. Cuento lo que he visto y lo que he vivido más fielmente de lo que yo quisiera. A veces los personajes que intento manejar a mi albedrío, a fuerza de estar vivos, se alzan contra mí, haciendo lo que yo, por pudor, no quería que hiciesen ni dijesen.

Luchando con ellos y conmigo mismo por permanecer distante, ajeno, imparcial, escribo estos relatos de la guerra y de la revolución".

Mountrouge (Seine), enero-mayo de 1937.

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