F.T. Entiendo lo que le sedujo de este tema: una ilustración vivida y concreta de su tema preferido —el hombre acusado de un crimen cometido por otro— con todas las sospechas encaminadas hacia él por el juego de las circunstancias de la vida cotidiana. Siento curiosidad por saber en qué medida su película es auténtica; es decir, ¿en qué momentos y por qué razones se vio obligado a alejarse de la verdad?
A.H. Pues no me he alejado casi nunca de la verdad y, rodando ese film aprendí muchas cosas. Por ejemplo, con la intención de lograr una autenticidad absoluta, todo fue minuciosamente reconstituido con la colaboración de los héroes del drama, rodando todo lo posible con actores desconocidos y, algunas veces, incluso, para los papeles episódicos, con quienes vivieron el drama. Y todo en los lugares mismos de la acción. En la cárcel, observamos cómo los
procesados recogen la ropa de cama, sus prendas de vestir y, luego, elegimos una
celda vacía para Henry Fonda y le hicimos repetir lo que los demás prisioneros
acababan de hacer ante nosotros. Y lo mismo en las escenas que se desarrollaban
en el sanatorio psiquiátrico, donde los doctores interpretaron sus propios papeles.
Pero he aquí un ejemplo de lo que se aprende rodando un film que consiste
en reconstituir todas las escenas. Al final, el verdadero culpable es arrestado, gracias al coraje de la dueña de un establecimiento, mientras cometía un nuevo atraco en una tienda de
«delikatessen». Yo pensaba hacer esta escena así: el hombre entraba en la tienda,
sacaba el revólver y pedía el contenido de la caja; la tendera conseguía dar la
alarma por cualquier medio; había lucha o algo parecido, y el bandido terminaba
reducido a la fuerza. Ahora bien, he aquí lo que sucedió realmente y así es como
ocurre en la película. El hombre entra en la tienda y pide a la tendera dos
salchichas y algunas lonjas de jamón; mientras la mujer va tras el mostrador, la
encañona, desde el bolsillo del pantalón, con su revólver. En aquel momento, la
mujer sostenía en la mano el gran cuchillo para cortar el jamón, y sin turbarse lo
más mínimo, apoya la punta sobre el vientre del hombre, que permanece
atolondrado; luego, la mujer golpea dos veces con el pie en el suelo; el hombre
se pone nervioso: «Tranquilidad, señora, tranquilidad. No pierda la calma.
Tranquilidad.» Pero la mujer sigue asombrosamente tranquila, sin moverse un
milímetro, sin pronunciar una sola palabra; el hombre se siente tan confundido
por aquella actitud que no piensa ni siquiera en intentar algo. Súbitamente, el
tendero surge de la cueva, atraído por las patadas de su mujer; se da cuenta en
seguida de la situación y, cogiendo al malhechor por los hombros, le arrincona
en una parte del establecimiento, contra los estantes de cajas de conservas,
mientras su mujer telefonea a la policía. La única reacción que tuvo aquel
individuo fue implorar con voz lastimera: «Déjenme marcharme. Mi mujer y mis
hijos me esperan.» Esta réplica me entusiasmó; nadie pensaría jamás en
escribirla en un guión y, aunque lo pensara, no se atrevería.
"El cine según Hitchcock" de François Truffaut.
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