Breve cronología
Nace en 354 en Tagaste. Estudia gramática en Madaura y retórica en Cartago. Se aficiona a la filosofía, gracias a Cicerón. Busca la verdad y se hace maniqueo, en donde cree encontrar una explicación sobre el problema del mal. Sin embargo, su adhesión al maniqueísmo se va deteriorando a medida que encuentra inconsistencias y antitestimonios; en total permanece en ese movimiento algo más de 10 años.
Llega como profesor de retórica a Milán en el 384, donde conoce al famoso obispo Ambrosio. Las predicaciones de Ambrosio y los buenos consejos de un sacerdote, Simpliciano, tienen gran impacto en su mente y su corazón. Pero sigue muy atado a los placeres de la carne debido a su relación con amantes y concubinas.
En el 386 tiene una profunda crisis de llanto ("Tolle, lege"). Renuncia a esas relaciones superficiales con mujeres y se retira a Casiciaco con su madre, Mónica y con algunos amigos, llevando una vida de recogimiento, estudio y oración.
En el 387 recibe el bautismo de manos de San Ambrosio. En el 388 va a Roma, y luego de vuelta a Tagaste, en África, donde vende el patrimonio paterno y funda la primera comunidad monástica. En el 390 muere su hijo Adeodato. En 391 es ordenado sacerdote por el obispo Valerio; funda un segundo monasterio en Hipona. Su labor como escritor y predicador crece.
En 395 es ordenado obispo. En el 396 asume la sede de Hipona. Su participación en los varios concilios de Cartago y su actividad como predicador y escritor son continuas. En el 410 sucede la primera destrucción de Roma, a manos de Alarico. En el 413 empieza a escribir La Ciudad de Dios. Terminará esta obra en el 426.
Muere lleno de sentimientos de humildad, arrepentimiento y gratitud en el 430, a sus 75 años de edad.
La Ciudad de Dios
El autor estaba conmocionado por la caída de Roma a manos de Alarico I en 410. El desconcierto que provocó la entrada de los bárbaros en la capital del Imperio Romano, donde residía el Papa, y que había sido referente del cristianismo desde Constantino I y especialmente desde Teodosio I, le hizo cuestionarse acerca del hecho de la desaparición de una civilización entera.
Las dos ciudades, en efecto, se encuentran mezcladas y confundidas en esta vida terrestre, hasta que las separe el juicio final.
Desde el primer momento (libros 1 al 10), Agustín trató la religión de la Antigüedad como supersticiosa. Los libros 11 a 22 se consagran al origen y la oposición entre ambas ciudades.
San Agustín será el primer pensador dedicado a investigar sistemáticamente el sentido de la historia universal. La historia, y por tanto el tiempo, vienen a ser como una línea que progresa desde la Creación a la llegada del Reino de Dios.
En esa obra San Agustín intenta explicar la historia como el resultado de la lucha de dos ciudades, la del Bien (Ciudad de Dios) y la del Mal (Ciudad terrenal).
San Agustín comienza con un análisis de la naturaleza humana: el ser humano está compuesto de cuerpo y alma; en consecuencia, hay en el hombre unas tendencias e intereses terrenales y materiales, unidos al cuerpo; y unos intereses espirituales y sobrenaturales, propios del alma. La historia de la humanidad, sus sucesivas civilizaciones y Estados, siempre ha estado dominada por este conflicto de intereses que San Agustín expresa con la metáfora de las dos ciudades.
Al igual que en los dos modos de amor, la pertenencia a cada una de las dos ciudades se define según la forma de actuar y de situarse en la vida de cualquiera de nosotros.
La Ciudad Terrena, es oscura y mala, está basada en el predominio de los intereses mundanos.
La Ciudad de Dios, es buena y clara y está basada en el predominio de los intereses espirituales, y formada por aquellos que aman a Dios por encima de sí mismos.
Precisamente es la realización progresiva de la ciudad de Dios lo que da sentido a la historia: En el presente, estas dos ciudades metafóricas se encuentran entremezcladas. La gracia de Dios y la caridad ayudarán a renovar el orden que quedó desordenado por el pecado humano.
Esta distinción no se corresponde exactamente con la división entre la Iglesia cristiana y el estado: ninguna institución representa en la tierra la ciudad de Dios ni la ha representado nunca en la historia. No obstante, solo en un Estado cristiano puede haber verdadera justicia. La Iglesia, que encarna los principios cristianos, debe transmitirlos al Estado y, por tanto, es superior a él.
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