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Denostado e incomprendido durante siglos por oscuro y de compleja lectura, ocupa hoy un puesto de honor en el parnaso de la poesía española y universal. Los autores de la generación del 27 lo tuvieron por modelo y tomaron su nombre grupal de la famosa celebración del tricentenario de su muerte. Nos referimos a Luis de Góngora y Argote, príncipe de la luz y las tinieblas.
Luis de Argote y Góngora nació en Córdoba en 1561. Su padre, Francisco de Argote, fue Juez de bienes confiscados de la Inquisición, hombre erudito, poseedor de una gran biblioteca donde se aficionó muy pronto el futuro poeta a las lecturas. Su madre era Leonor de Góngora, perteneciente, como su marido, a una de las familias más ilustres de Córdoba. De esta, tomará el vate el primer apellido, cosa normal en aquella época, pues uno podía elegir el apellido que quisiese. Posiblemente lo eligió por la sonoridad esdrújula.
De su infancia tenemos pocos datos, quizás cursó sus primeros estudios en el colegio de los jesuitas de su ciudad. A los 15 años fue a estudiar a Salamanca, cobrando pronto gran fama como poeta, corriendo sus versos manuscritos de sitio en sitio. No tenemos constancia de que terminara sus estudios en Salamanca, donde estuvo matriculado al menos cuatro años.
En Córdoba, un tío suyo, racionero de la Catedral de la ciudad, es decir, que recibía parte de los beneficios, introduce desde muy joven a Góngora en la carrera eclesiástica y lo hace tomar las órdenes menores y luego las mayores, oficio que lleva al poeta a viajar por gran parte de España en representación de su cabildo.
Parece ser que Góngora, como criticará luego Quevedo, no tiene gran pasión por el oficio que profesa. Así, en 1587 es apercibido por el obispo de Córdoba, por faltar continuo al coro, por hablar en él cuando está y por dedicarse más a oficios profanos que a religiosos. El obispo resalta también su afición por los toros, las comedias y la escritura de coplas profanas. El joven poeta se defiende con gran burla, afirmando que en el coro no podía hablar, pues su sitio estaba entre un sordo y uno que no dejaba de cantar.
Góngora pasó parte de su vida ansiando entrar en la corte del rey, cosa que logra en 1517, gracias al favor del Duque de Lerma, a quien le dedicó su Panegírico. En la corte consigue ser nombrado capellán real, para lo que tuvo que ordenarse sacerdote ya en su vejez, con unos 55 años.
Pero la caída del Duque de Lerma y la muerte de Felipe III suponen un duro golpe para el el cordobés, que permanecerá los ùltimos años en la corte con menor peso. Además, parece que su afición al juego y los grandes gastos familiares lo tuvieron en jaque constantemente. Enfermo y con la memoria casi perdida, retornó a Córdoba en 1626, muriendo un año después en la ruina.
Góngora no llegó a ver publicada su obra en vida, aunque su fama fue bastante grande para aquellos siglos, llegando a tener un gran grupo de seguidores fieles. Sus poemas se difundieron de forma oral y manuscrita y fueron impresos en algunas recopilaciones y antologías de la época, poco después de su muerte. Su obra pasó a ser publicada de forma individual, pero nos encontramos con un gran número de poemas de dudable autoría. Uno de los manuscritos más fiables es el llamado Manuscrito Chacón, que fue copiado para el Conde duque de Olivares. Allí encontramos este soberbio poema:
La dulce boca que a gustar convida
Un humor entre perlas destilado,
Y a no envidiar aquel licor sagrado
Que a Júpiter ministra el garzón de Ida,
Amantes, no toquéis, si queréis vida;
Porque entre un labio y otro colorado
Amor está, de su veneno armado,
Cual entre flor y flor sierpe escondida.
No os engañen las rosas que a la Aurora
Diréis que, aljofaradas y olorosas
Se le cayeron del purpúreo seno;
Manzanas son de Tántalo, y no rosas,
Que pronto huyen del que incitan hora
Y sólo del Amor queda el veneno.
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