Cartas de amor de Octavio Paz a Elena Garro

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Octavio Paz y Elena Garro fueron dos de los grandes escritores que dio México durante el Siglo XX. Y también una de las parejas más conocidas de la literatura latinoamericana. Cuentan los historiadores que se conocieron en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. En una fiesta, Paz le dio un jalón para invitarla a bailar. Ese gesto fue quizá un botón de muestra de lo que luego sería la relación. Se casaron y basaron ese vínculo en conveniencias, celos profesionales y enojos por parte de él. Y en una serie de sumisiones y frustraciones por parte de ella. Un cóctel horrible que, por supuesto, dio lugar a un matrimonio fallido. Alguna vez, Garro dijo: “Durante mi matrimonio, siempre tuve la impresión de estar en un internado de reglas estrictas y regaños cotidianos”. Sin embargo, esta selección de cartas corresponde a los momentos inciales de ese amor. Acá está el Paz poeta, el genio, el ganador del Premio Nobel. Pero también aparecen los rasgos de manipulación. Le pide ser “sumisa, callada, dócil para mí”. Lee el actor Raúl Román.
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Querida Helena:
Al poner la fecha me acordé de un verso “Tuve una novia, me parece que fue en abril”. Qué alegría, qué grande alegría. Abril, tú, mi novia, mi novia en Abril y en Mayo, mi novia en Diciembre, mi novia en Junio. Junio, ¿te has fijado cómo se dice Junio? No se dice, se canta, se danza: hay un río luminoso en esta palabra, una barca dichosa, y una música de aguas verdes y puras. Junio, hay algo tan grave y quieto, tan esbelto. Todo está mecido por un viento, y hay un piano cantando la u y la i y la o, mientras la J destila agua y la n algo madura, trigo, heno, luz, J…uuu..niii..o. Amor, Junio, Helena, la dicha está en estas palabras, en estas suaves letras que se me escapan, que me tocan la boca, que me brotan de dentro y no las puedo encontrar. ¿De qué sitio fluye su correr, su acento? Lo tengo aquí, dentro de mí, vivo como un pájaro y luego se me va en el aire. Y del aire baja, me rodea, invisiblemente. Tu voz, tu charla, charlatana Helena, tu silencioso caminar, tu río. Helena mía.
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Helena mía:
Suena muy bien junto a tu nombre la partícula mía. Lo mismo que la H: el que tú la tengas —nada más tú, entre todas las Elenas— y el que la usemos como una especie de amorosa contraseña, de signo de nosotros, ata con un lazo nuevo, secreto e inefable nuestros —mi— ya atados corazones.
Te dije hoy que en todo te encontraba. Dulce milagro el tuyo, que te repite en todas las imágenes del mundo y no me sacia: si alguna palabra es aplicable al amor, es esa: insaciable, con la abstinencia y el exceso. Pero yo nunca estoy en esa abstinencia de ti, porque te encuentro —dolorosa, alegremente— en todo. En este momento estás en una fiesta y yo me consagro a rescatarte de la superficial neblina que te esconde, dentro de mí. Pues estabas, todavía hace un momento, sólo como un tierno presentimiento. Como un júbilo que aún no estalla, una noticia azul que nos espera en el fondo del alma […]
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Helen:
Son las once de la mañana. Un día nublado, con todas las apariencias del frío, con todo el aparato del hielo, pero tibio, absolutamente. Sin embargo, la gente de aquí ha de pensar en el frío. No hay más que un ligero vaho, una invisible tibieza de amanecer. Te escribo antes del baño. Esperamos a unos amigos para ir a nadar. Quiero continuar la carta trunca. A veces tengo la impresión de que no vivo, sino de que estoy vegetando. Y no me da terror. Y veo en ti, vehementemente, la vida, lo imprevisto, lo que nos sacude súbitamente. El milagro, lo inesperado. Nunca eres lo esperado, amor mío, sino aquello que nos asalta a la mitad del camino, al doblar una esquina; aquello que me desliga de muchas cosas, y, también, lo que me liga a otras imprevistas. Qué lejos de mí la retórica, los pensamientos, las frases, todo aquello con lo que intentamos engañar, seducir o sujetar a la realidad. Siempre luchando por comprender, por encauzar, por traicionar. Pues es eso lo que se hace: se traiciona a la realidad, se transa con ella. Siempre la eterna debilidad para aceptarla, pero siempre también la eterna exigencia, la eterna cobardía, de no aceptarla tal cual es, sino con condiciones, con taxativas. Y la incurable pretensión de dirigirla. Y eso que está fuera de mi voluntad o de mi razón, algo que podría ser mi voluntad de vencer a la realidad. Y, Helen, a pesar de todo la he de vencer. La venceré, siempre, como sea y a costa de lo que sea. Ayer quería continuar la carta pero no pude. Ahora, igualmente, sé que cuando la termine voy a querer seguir. Es espantoso no tener con quien hablar, y cuando se quiere oír no tener a quien escuchar. Creo que cualquier voz humana me fastidia en este momento. Me gustaría que estuvieras aquí, que no hablaras, ni hicieras nada. Que estuvieras callada, tocando mi cabeza, junto de mí, sin besarme, pero impúdicamente desnuda. (...)
Tuyo, amor mío, encanto mío.
Octavio

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