“Vino la Palabra de Dios”. Entre tantas palabras, en un mar de palabras, muchas de ellas engañosas o que se imponen a la fuerza, viene la Palabra de Dios. ¿Sobre quién viene? ¿Sobre un periodista o un político? ¿Sobre un experto en redes sociales o un influencer?
Lucas describe primero el desfile de los poderosos de la época, que compiten por el dominio de la tierra. Incluso el poder religioso parece ambiguo. Lucas cita a Anás y Caifás como sumos sacerdotes. En realidad, en ese año, el sumo sacerdote era sólo Anás. Probablemente Caifás, el sumo sacerdote anterior, continuó ejerciendo su influencia. La Palabra de Dios no busca a ninguno de esos grandes personajes. Quedan al margen del relato porque el verdadero protagonista de la historia es Dios.
La Palabra desciende en el desierto sobre Juan Bautista. La Palabra lo pone en movimiento. Lo conduce por toda la región del Jordán. Esquivando antenas y plataformas, la Palabra desciende sobre un joven sin historia política, que ni siquiera es sacerdote. Era hijo de un sacerdote, pero se escapó del templo y se fue al desierto. Juan estaba curtido por el viento y el sol. Tenía sed de Dios y se entregó a Él en cuerpo y alma. Quien quiera escuchar la Palabra de Dios tiene que abandonar los lugares de poder y el mercado, y desplazarse hacia donde aparentemente no hay nada.
La Palabra estaba con Dios, pero no le bastaba. Quería venir al mundo. Descarta personajes e instituciones para llegar a un hombre hambriento de Dios. No habla a los poderosos, ni a los sacerdotes. Es inútil. Los poderosos no la escuchan y no le creen; los sacerdotes la manipulan según sus intereses. La manera como elige Dios, su forma de valorar, sus criterios son sorprendentes. Ama las cosas pequeñas, a menudo poco valoradas. Se refugia en el silencio del desierto.
Es una Palabra audaz, gritada, que infunde valor y entusiasmo, que no teme a la desilusión y al fracaso. Viene a enderezar los caminos tortuosos, los pensamientos retorcidos. Cuando nos alejamos de Dios, perdemos el sentido de la simplicidad, la sencillez. En cambio, cuando dejamos que el Señor actúe en nosotros experimentamos lo que decía el profeta Isaías: “Los caminos ásperos serán allanados”. La Palabra viene a rellenar las barrancas, las relaciones huecas, los corazones vacíos, la búsqueda de las apariencias.
La Palabra de Dios desciende y nos alcanza en este tiempo de Adviento. Su venida se enmarca en las coordenadas temporales y geográficas concretas señaladas por el Evangelio. Se encarna en el mundo, en nuestro mundo. Intentemos llevar este descenso de la Palabra a la situación en que vivimos. Mientras los poderosos de este mundo se siguen disputando la tierra, mientras las guerra comerciales y militares asolan a la Humanidad, mientras los débiles son oprimidos, mientras el Papa Francisco sigue implorando la paz en el mundo, viene la Palabra del Señor.
Sigue descendiendo en el desierto sobre los que tienen sed de Dios. El desierto es el lugar del silencio, el paradigma del encuentro con el Señor. El silencio ayuda a escuchar la Palabra. Es también el lugar donde no hay muchas cosas y obliga a ir a lo esencial. Si no volvemos a lo esencial, si no evitamos lo superfluo, la Palabra rebota en nosotros, no puede descender sobre nosotros.
La Palabra que desciende sobre Juan no está encarcelada en el tiempo y el espacio. Se dirige al hombre y la mujer de todo lugar y de todo tiempo. Es un anuncio universal para todos aquellos que, como Juan, tienes sed de Dios y acogen la Palabra.
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