Makers y desarrolladores haciendo la medicina más asequible

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Cuando era un niño en Tegucigalpa, Honduras, José Gómez Márquez desarmaba todos los juguetes con la excusa de arreglarlos. Incluso cuando no estaban estropeados. Lo que el pequeño José buscaba era entender su funcionamiento, ver cómo giraban las ruedas, encajaban las piezas o se conectaban los cables. Hoy sigue haciendo lo mismo, pero ya no necesita excusas. El laboratorio que Gómez Márquez dirige en el MIT es una mezcla de taller mecánico, depósito de juguetes y oficina de nuevas tecnologías. Junto a aparatos de precisión se pueden ver diseminadas piezas de colores chillones que antes de caer en sus manos y en las de su equipo tal vez fueran un yoyó, una pistola de agua o un cochecito de carreras. Después de pasar por el Little Devices Lab saldrán convertidos en instrumental médico barato para resolver problemas en países pobres.

El hondureño se ha convertido gracias a su empeño e imaginación es una especie de héroe para el movimiento maker. Comprometido con las necesidades que encaran los médicos y el personal sanitario que trabaja en países pobres, Gómez Márquez lleva varios años haciendo más fácil su trabajo a través del diseño de dispositivos baratos capaces de funcionar en situaciones complejas. Gran parte de los equipos médicos que se utilizan en zonas pobres son donados por diferentes instituciones o gobiernos, pero la mayoría de este instrumental deja de funcionar pocos meses después de comenzar a utilizarlo. El resultado son trastos de millones de euros parados en hospitales o centros médicos que nadie sabe reparar. Es la consecuencia de lo que Gómez Márquez denomina “tecnologías de caja negra”: dispositivos cerrados, que nadie se atreve a desmontar para estudiar su funcionamiento por temor a estropearlos y, por lo tanto, imposibles de mejorar o modificar para adaptarse a las necesidades de los médicos.

Un botiquín de primeros auxilios que incluye piezas al estilo de Lego para armar herramientas médicas, un inhalador fabricado con una bomba de aire para inflar ruedas de bicicleta o cintas de detección de virus hechas con filtros de cafetera son algunas de las ideas que han salido de su laboratorio. La imaginación del equipo de Gómez Márquez no tiene límites, aunque se mueve en unas coordenadas eminentemente prácticas: las de quien conoce sobre el terreno las necesidades, recursos y posibilidades de los lugares donde tienen que llegar sus dispositivos.

"Mi sueño es que cuando alguien llegue a un hospital de África o de Centroamérica a vender una cinta de detección de ébola o zika por 20 dólares, el médico saque una de su bata y le diga: aquí tengo yo está que me costó un dólar, dígame cuál es la diferencia entre ambas". En su precio, es evidente. En su utilidad, Gómez Márquez lo tiene claro: no habrá ninguna. Pero la mayor diferencia estará en hecho moral de no convertir la salud en un negocio, sino conseguir que sea verdaderamente un derecho.

Texto: José L. Álvarez Cedena

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